Un dilema
es, por definición, un problema que se puede resolver de dos maneras distintas,
pero con la particularidad de que ninguna de las dos soluciones termina por ser
totalmente satisfactoria.
A nadie le
gustan las decisiones disyuntivas, tener que poner en una balanza tan
imaginaria como inexacta cosas que resultan de gran importancia y elegir. Ambas opciones pesan demasiado, es difícil determinar cuál pesa más
cuando son de distinta índole y pareciera un casi empate.
Esta es la historia de mi dilema.
Cuando
adopté a mi gata, lo primero que pensé al llegar con ella en brazos a mi casa,
fue que un día se iba a morir. Puede sonar raro, pero lo hago siempre, con
todo. Con todo lo que sé que va a significar algo en mi vida. Pensé que de un
modo u otro, iba a llegar un día en que Pimienta ya no iba a estar conmigo, y
que seguramente me iba a doler. Busqué en Google la cantidad promedio de tiempo
que viven los gatos y calculé la infinidad de cosas que podían pasarme en diez
o quince años. Diez o quince años es mucho, faltaba mucho para que se muriera. Entonces
me dediqué a amarla, como uno ama a su primera mascota, tan primerizamente
torpe y con toda el alma.
Sin
embargo la idea de su muerte quedó rondando en mi cabeza. Cada vez, al volver a
mi casa, subí en el ascensor rogando que no se hubiera caído por el balcón, que
no se hubiera escapado, que no se hubiera atragantado con alguna cosa. Entraba a
mi casa con la esperanza de que estuviera parada al lado de la puerta y dijera
miau acortándome la angustia, sin embargo siempre dormía, me esperaba durmiendo
en paz debajo de la cama.
Cuando se me fue pasando el temor, porque día tras día
la gata estaba ahí y entonces ya no había motivos para creer que no estaría,
empecé a ser sigilosa al entrar para no perturbarle el sueño. Era más fuerte
que yo, nunca pude aguantarme más de tres segundos antes de gritar HOLA (con
voz de boluda y alargando la O) para verla venir corriendo a mi.
Entonces
me di cuenta: mi soledad se veía menguada en un simple y rutinario HOLA, decir
HOLA al entrar, eso sí que era nuevo, y la Pipi corría a darme besos. Ahora éramos
dos, con iguales ganas la una de la otra. Ese día escribí un texto muy cortito
acerca del amor incondicional.
En
terapia, hablé de lo contenta que estaba. Después de tanto aguantar las reglas
anti-mascota de mi mamá, ahora que ya tengo mi casa y tomo las decisiones,
tener una gata es como la concreción de un deseo que viene desde siempre, dije.
Ahí mi analista me indujo a hablar seriamente por primera vez de ser madre. Me
chocó. Después de indagar un rato en el tema, llegué a la conclusión de que
antes de ser madre tengo que solucionar un par de cuestiones como hija, todavía
soy joven, dije. Además está el tema de conseguir un padre. Eso lo dijo ella, y
acto seguido preguntó cómo andaban las cosas con G. La asociación me dio un
pequeño escalofrío, evadí, no porque no quisiera hablar de G, sino porque no
quería hablar de G como padre, soy muy joven y G es más joven, dije, hablemos
del gato mejor.
Silencio.
-A G le
gustan los gatos?
-No, pero
es mi gato, no el de G
-Pero si
el gato está en tu casa G va a estar con el gato
-Sí, pero
es mi casa, no su casa
-Pero si
un día tienen una casa juntos vas a llevar al gato
-Sí, pero no
es mi novio
-Pero qué
sería más importante, G o el gato?
-Ay, pero
qué pregunta absurda
-Claro, si
no es tu novio, qué importa, te quedás con el gato
-Vas a ver
que cuando conozca a Pimienta le va a gustar. Es una genia: es afónica y no sabe decir miau entonces dice "geek", juega con cables, duerme adentro de la biblioteca y cuando miro Game of thrones se queda quietita mirando, cuando termina la serie se para y se va, come nueces y pepino agridulce. Es una genia, no puede no gustarle a G, vas a ver.
-Si le gustás vos, le va a gustar tu gata
-Tengo miedo de que se muera
-G?
-No, la gata.
Continuará...
Habrá matado G a la gata? Habrá matado la gata a G?
Todo eso y más, en el próximo capítulo de "El dilema"
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